Lo primero que hay que hacer al llegar al Museo de Arte Ecológico en Galipán, es quitarse el reloj. Es muy fácil separarlo de la muñeca, guardarlo en el bolsillo o en el morral. Lo difícil es quitárselo de la mente sobre todo cuando el visitante sube apurado desde Caracas; cuando la prisa y el stres forman parte del equipaje diario, del atuendo cotidiano. Pero tranquilo, para recordarte que no se vale andar apurado en este lugar se encuentran las guías que te conducirán por este viaje entre neo hippie y new age.
Antes de traspasar el umbral –suerte de reja bajita donde cuelgan algunas notas musicales de madera amarilla- la guía te suelta otra advertencia: “Cada grupo debe ponerse de acuerdo para dejar en perfecto equilibrio estas 3 piedras que ven aquí”. Tú juras que es muy fácil hasta que empiezas a hacerlo. Pero te equivocas. Así que nada de apuro, lo que debe imperar es la calma y la concentración para mantener en equilibrio 3 rocas de distintas formas y tamaños, ¡so pena de pasarse allí todo el día y perderse el resto del paseo!
Finalmente lo logramos. Después de varios intentos fallidos los hacedores de la magia que armonizó pesos y volúmenes fueron dos turistas extranjeros: un belga y un alemán, asistidos, vale decir, por la paciente Adriana.
Cumplida la primera tarea vinieron varias. Todas gratas. Todas pensadas para sentir cada piedra masajeando nuestros pies descalzos; apreciando la textura de un piso amasado con una gran dosis de creatividad natural por Sóez, un lugareño convencido de que la naturaleza es la fuente de toda creación y que en su equilibrio, se encuentra la sabiduría de vivir en armonía con el cuerpo y con el espíritu. Hombres, mujeres y niños –cada uno a su aire- se entregaron al juego propuesto.
En este jardín de piedras marinas está permitido soñar. Deshacerse de los malos recuerdos o presagios, gritando, cantando, saltando. Besando o dejándose besar por el ser amado: la pareja, el amigo, el hijo o la hermana. Siempre con calma, sin apuro, con el corazón abierto a las emociones y los pulmones disfrutando de ese aire puro que nos regala El Ávila cuando estamos sobre él. Abajo queda nuestra ciudad, sus prisas sin pausa, sus ruidos que nos hacen sordos a los verdaderos sonidos.
Finalizando el recorrido, perdida la noción del tiempo y sin percatarnos del rubor que se adueñó de nuestra piel gracias al sol de las alturas, la guía nos indujo a cerrar los ojos. A sentir sólo con los pies bien puestos en la tierra, y a guiarnos con las manos de alguien tan ciego como nosotros, para que al final, nos abriéramos al milagro del mar recortando la falda de la montaña en Macuto.
Abajo el aire sigue trayendo miles de pasajeros apurados en avión, y la mar, miles de productos indispensables en barcos. Arriba, mientras ves el puerto de La Guaira y el aeropuerto de Maiquetía, puedes sentarte con calma a desafiar la gravedad -apilando piedra sobre piedra- tu propia torre de paciencia.
El Museo de Arte Ecológico es un espacio para mentes que se dejan llevar sin el cansancio que deja el apuro. Para pies que olvidan sus medias, que no extrañan sus zapatos. Eso sí, corres el riesgo de que en el camino te aturda el estruendo de tu propio silencio.